Las 10 vidas atrapadas en el pozo de Coahuila, México

El medio de comunicación EL PAÍS reconstruye las historias de los mineros a los que sorprendió el derrumbe de una galería de carbón en Sabinas, que perfilan la última tragedia colectiva de una tierra acostumbrada a los zarpazos de la mina.

El día que el pozo de carbón se vino abajo en Sabinas, sus galerías de piedra negra atraparon a 10 hombres que a cambio de un jornal se juegan el futuro en una apuesta poco rentable y con la baraja trucada. Más de 240 horas después del derrumbe del miércoles 3 de agosto, no hay ni rastro de los obreros: no se sabe si están vivos o muertos, aunque la falta de comida y agua potable en el interior de galerías inundadas y sumergidas en la oscuridad más absoluta a 60 metros en las profundidades de la tierra, convierte las probabilidades de que se mantengan con vida en un asunto más de fe que de estadística.

Ese miércoles, cuando una filtración de agua subterránea inundó las galerías, la mina se tragó a 10 personas y abrió un paréntesis de terror que todavía no se cierra para las familias. Una espiral de ausencias y recuerdos, de dolor y esperanza, de agotamiento y fuerza de voluntad, mientras el rescate se alarga y las posibilidades de volver a verlos se agotan. Estos son algunos trazos de las historias que se esconden tras los 10 jornaleros atrapados, los rostros detrás de la última tragedia colectiva que ha sufrido Coahuila, una zona que aboca a los hombres a buscarse el futuro en el interior de los pozos desde adolescentes. Una tierra en la que la vida de los mineros vale menos que el carbón que mancha sus manos.

El soldado enamorado que acabó en los pozos

Margarito Rodríguez Palomares, 54 años

Margarito Rodríguez se enamoró de María del Refugio cuando todavía eran unos críos. Crecieron en el mismo barrio de Agujita. Rondaba la casa de la joven, pero ella no le hacía mucho caso. Quería ser doctora y no tenía tiempo para novios. Así que Rodríguez se alistó en el Ejército y durante tres años se fue lejos de su tierra. Volvió un par de meses con un permiso y por fin consiguió, después de tanto tiempo buscándolo, que María del Refugio se interesara por él. Para la segunda conversación ya le había propuesto matrimonio. Ella aceptó.

Tuvieron un hijo que ahora tiene 23 años y es minero como su padre, una hija que ha cumplido los 23 y un adolescente de 15. Los dos hombres participan en las labores de rescate. Al cuerpo todavía de niño del pequeño, el chaleco le viene demasiado grande y el casco le baila cuando sale manchado de carbón del perímetro de la mina.

Rodríguez todavía fue soldado un par de años más después de casarse. El Ejército iba a trasladarlo a Toluca, pero cuando nació la niña abandonó su carrera militar. Y en ese momento, con dos críos a su cuidado y sin sueldo, se vio obligado a hacer lo que tantos otros hombres en Coahuila: descender a los pozos de carbón. “El peligro estaba, pero nunca ha tenido miedo. A veces salía golpeado, pero se acababa un pozo y buscaba otro”, cuenta Elba Hernández (71 años), la madre de María del Refugio.

Elba Hernández, la suegra de Margarito Rodríguez Palomares observa la fotografía de otro minero, también atrapado, el 9 de agosto.
Elba Hernández, la suegra de Margarito Rodríguez Palomares observa la fotografía de otro minero, también atrapado, el 9 de agosto.Emilio Espejel

Hernández y otra de sus hijas, Alicia, aguardan noticias de Rodríguez en los alrededores de la mina desde el miércoles. Han dormido ahí la mayoría de días. La espera al raso le ha hinchado los pies a la mujer y ha tenido que vendarse los muslos por una inflamación, pero se resiste a marcharse. Dice que su yerno es un tipo cariñoso que la trata como a una madre y que está loco por María del Refugio. Que cuando no trabaja, lo único que quiere hacer es estar con ella en casa.

Rodríguez tiene tres nietos, de siete, seis y un año, que dependen de su sueldo de minero. El padre de los niños nunca se ocupó de ellos. Por eso nunca pensó en otro trabajo. “Pagan mejor aquí y quiero lo mejor para mi familia”, le dijo a Hernández. María del Refugio no trabaja. Todas esas bocas pueden quedarse sin el único ingreso con el que sobreviven. Alicia Hernández se enfada con el mundo mientras lo cuenta, aunque su rostro es más de resignación, de quien está más que acostumbrado a jugar la partida con malas cartas. Y proclama para quien pueda oírle: “¡Por eso México no progresa! ¡Por eso está como está!”.

“Regrésanoslo para que podamos seguir cantando”

Mario Alberto Cabriales Uresti, 45 años

Es una fotografía antigua que también tiene algo de amuleto. El tiempo le ha impreso un velo amarillo, con los bordes mordidos y algunos arañazos. Mario Alberto Cabriales Uresti muestra una mirada lacónica, perdida, como si buscara algo más allá del fotógrafo. Lleva el pelo corto y bigote, los hombros caídos dentro de una camisa blanca de cuadros con el último botón desabrochado, botas de punta afilada. No parece un retrato feliz, pero su hermana María Guadalupe no se separa de él estos días. Lo lleva consigo, lo enseña, lo acaricia. Invoca a su hermano, conjura su ausencia, le reclama al pozo lo que es suyo.

Cabriales Uresti entró a las galerías de carbón cuando cumplió la mayoría de edad. Solo salió de ellas para intentar ganarse la vida en una maquila. Duró menos de tres meses. El sueldo era tan bajo que decidió volver a arriesgar la vida arañando la piedra negra. Y regresó a las profundidades de la tierra. Tiene un hijo de 18 años que quiere ir a la universidad y una hija de 16. “Mi sobrina dice que su papá está vivo, que no va a llorar hasta que le pueda abrazar. El muchacho sí le llora mucho”, narra María Guadalupe. La esposa del minero, Hilda Alvarado, es diabética. Trabaja de costurera en una maquila. “Quieren darle todo a sus hijos”, dice la hermana de Cabriales Uresti.

Familiares de Mario Alberto Cabriales esperando noticias sobre el rescate, el martes pasado.Emilio Espejel

El mismo día y a la misma hora del derrumbe nació la nieta de María Guadalupe, una niña a la que han llamado Mía Analí. La mujer aún no ha podido ir a conocerla porque no quiere separarse del pozo. “Cumple años el día de la tragedia”, dice su amiga, Elba Hernández.

El padre de Cabriales Uresti, un hombre de 81 años que dice que se quiere morir trabajando, rogó una y otra vez al hijo que dejara la mina, aunque había conseguido esquivar los accidentes hasta ahora. “Una vez le cayó una piedrita, pero un raspón no más. En este pozo no se había quejado [de las condiciones de seguridad], en otros sí. Pero decía que quién le iba a ayudar a sostener a su familia”, sigue la hermana.

Habría salido de la mina si hubiera encontrado otro trabajo. “Cuestión de dinero, como todos”, sintetiza María Guadalupe. Al minero, en realidad, lo que más le gusta es la música, cantar rancheras, corridos, banda, boleros. Incluso le contratan de vez en cuando para amenizar fiestas en la zona. La mujer le envía una súplica —o una amenaza— a su Dios: “Regrésanoslo para que podamos seguir cantando”.

“Tengo que ir a traer a la gente para avisarla de que viene el agua”

Jaime Montelongo Pérez, 61 años

Jaime Montelongo sintió como los túneles temblaban. “Gritó: ‘¡Que viene el agua!’ Corrimos al bote y por los puros cables nos vinimos”, le narraron a sus familiares dos de los mineros que pudieron escapar del desplome gracias al aviso de Montelongo. Él corrió con ellos, ya sentía el aire, ya veía la luz en lo alto. Entonces se detuvo y volvió sobre sus pasos, hacia el interior de las galerías de las que provenía el agua: a no dejar solos al resto de los compañeros. “Tengo que ir a traer a la gente para avisar de que viene el agua”, exclamó. Y ya no pudo subir. Él, el más viejo y veterano de los obreros, se quedó atrapado. “Conocía muy bien el terreno y hay partes a las que se pudo haber llevado a los trabajadores”, confía aún su hermana Angélica.

Familiares de Jaime Montelongo Peréz esperan en un campamento improvisado.Emilio Espejel

Montelongo entró a los 14 años a las profundidades de la tierra de Coahuila para extraer carbón y nunca quiso salir. Ahora, a sus 61, llevaba ya un año con pensión, pero aun así se negó a dejar las galerías. “Mi vida son los pozos, no puedo estar en la casa sentado, nomás me voy a tullir”, se justificó ante su hermana. Él sabe como todos, cuenta Angélica, que la mina en algún momento se cobra la factura con intereses, pero quiere que la muerte le encuentre allí abajo, su lugar en el mundo.

Montelongo proviene de una estirpe de mineros. Su padre lo fue y sus dos hijos, ya treintañeros, también lo son. El día del derrumbe, iban a relevar a Montelongo en el segundo turno del pozo. “Bien chiquititos se metieron al carbón como su papá”, dice Angélica. La mina se ha ensañado con la familia. Esta tragedia repetida les ha traído a la memoria otra, 16 años atrás: uno de los 65 obreros fallecidos en la explosión de gas de la mina de Pasta de Conchos en 2006 era primo suyo. Su esposa desde hace más de 30 años, María Elena Chávez, espera a su marido en el interior del perímetro de seguridad que ha montado el Ejército.

La veteranía de Montelongo le valió el respeto de los compañeros. “A toda la gente le enseñaba y ayudaba a los mineros más jóvenes para que sacaran más dinero”, explica Angélica. Dice que es un hombre serio, de pocas palabras pero muchos amigos. En el campamento en el que esperan los familiares, ella ha colocado un altar a la Virgen de Guadalupe con velas y fotos de su hermano: “Aquí estamos, con esperanza de que diosito nos lo devuelva con vida”.

Gritar su nombre pozo a pozo

Jorge Luis Martínez Valdez, 34 años

A Jorge Luis Martínez todos le llaman El Loco. Dicen sus familiares que es nervioso y ágil, hiperactivo, como un niño grande que nunca puede estarse quieto. La madre de sus hijos, Carolina Álvarez Oviedo (33 años) recuerda sobre todo la risa. Aunque llevan seis años separados son buenos amigos. Su hija Alison tiene 16 años, el más pequeño, Jorge Lionel, 10. El Loco es hábil con las manos, le gusta la carpintería y fabricar cosas, quizá a fuerza de necesidad, quizá porque lo que no puede pagar, se lo construye. A Alison le hizo unos pendientes con plumas de pavo real que estos días la adolescente lleva siempre consigo. Al pequeño le talló espadas de madera.

Martínez Valdez siempre ha sido minero. Su vida ha sido un rondar por los pozos que rodean su casa en el pueblo de Cloete, municipio de Sabinas. Su hermano mayor, Sergio (36 años), y Álvarez Oviedo le pidieron decenas de veces que abandonara el carbón, que intentara buscar otro empleo. Él nunca quiso, le gustaba mantener la falsa sensación de autonomía que dan los pozos, sin horarios cerrados, cobrando a cambio de tonelada y no de horas. Hace un mes tuvo otro accidente, un clavo le atravesó el pie de parte a parte. A los pocos días ya estaba trabajando otra vez.

Sergio Martínez, hermano de Jorge Luis, en la sala de su casa en Cloete, municipio de Sabinas, Coahuila.Emilio Espejel

Sergio Martínez cuenta historias sobre El Loco: jugando de niños en un río que una empresa minera desecó para explotarlo; o cuando en casa para comer a veces solo había un plato de sopa y él le daba su ración a su hermano menor; las mil y una noches bebiendo cerveza, mirando las estrellas y contándose anécdotas el uno al otro; los bailes de pareja a los que iban con las esposas cuando eran más jóvenes. Sergio llevaba seis meses fuera de Coahuila por trabajo cuando ocurrió el accidente. Volvió corriendo, pero ahora su cabeza es un constante condicional: si le hubiera llamado, si no me hubiera ido… Ha gritado el nombre de su hermano por todos los pozos, esperando volver a oír su voz. De momento, nadie responde.

Carreras con carretillas llenas de carbón

Sergio Gabriel Cruz Gaitán, 41 años

Sergio Gabriel Cruz Gaitán es atlético y deportista, tanto, que los compañeros le recuerdan corriendo por el interior de los túneles con las carretillas repletas de carbón. “Es bien flaquito, nunca ha engordado, pero es bien comelón”, cuenta su padre, que lleva el mismo nombre. Cruz Gaitán ha pasado más de 20 años buscándose el pan en los pozos. Para completar los agujeros del salario, a veces también limpia cristales.

Su padre fue minero toda la vida, pero siempre trabajó en minas regladas, más seguras que los pozos, que carecen de las condiciones de seguridad más básicas. “Mi mamá decía que ni a chingazos bajaba a los pozos”, recuerda Concha Cruz, la tía del minero de atrapado. “En los pozos no hay seguridad, pero salen a la hora que quieren. No sé si mi hijo tenía miedo o no. Yo digo que, para no preocuparme, me decía que todo estaba bien”, relata Sergio Gabriel padre.

Una familiar de Sergio Gabriel Cruz Gaitán espera noticias sobre el rescate.Emilio Espejel

Cruz Gaitán tiene dos hijas de 10 y 15 años. Está separado de su primera esposa y vive con su actual pareja en La Florida. La última vez que su padre le vio fue el 10 de julio, en el cumpleaños de la chica mayor. Concha Cruz le describe como alguien tímido y algo vergonzoso. Ella y su hermana Cecilia viven en Monterrey, pero se plantaron en Sabinas en autostop cuando se enteraron de la tragedia. No han salido desde entonces del campamento en el que aguardan los familiares alrededor de la mina. Con las prisas apenas pudieron agarrar ropa. Bajan al río a bañarse y lavar las pocas prendas que traen cada día. Al mismo río en el que se vierte el agua contaminada de carbón que se drena de los pozos.

“Somos muy unidos, cuando se muere un familiar o pasa algo vamos todos, como ahora”, dice Concha Cruz. Recuerda las fiestas en familia, los momentos en los que todos pueden juntarse, hacer guisos, bailar. Vio a su sobrino por última vez, precisamente, en una de esas celebraciones, el 1 de enero de 2022. Ríen al hablar de Cruz Gaitán, pero se confiesan cansadas y sin demasiadas esperanzas. El padre del minero asegura que no puede más, que quiere que le entreguen ya el cuerpo de su hijo aunque esté muerto. “Se ha resignado”, cuenta Concha Cruz, “dios es todopoderoso, pero ya… nomás un milagro”.

“Estábamos unidos y pobres”

Hugo Tijerina Amaya, 29 años

A Hugo Tijerina el trabajo en los pozos le muele el cuerpo. Acaba las jornadas agotado, sin ganas de nada más que llegar a casa y descansar junto a su familia —cuenta una tía que prefiere no dar su nombre—. Con 15 años empezó a faenar en las galerías de carbón como huesero —el que criba el mineral de la piedra— hasta que acabó como carbonero, perforando las paredes del túnel. El hermano de Hugo, Raimundo, es uno de los mineros que pudieron escapar. Le entró agua en los pulmones y fue hospitalizado. En cuánto le dieron el alta médica se unió a los equipos de rescate.

Laura Tijerina, tía de Hugo, mira el sitio donde se desenvuelve la operación de rescate.LUIS CORTES (REUTERS)

Casi todos los hombres de su familia han acabado en los pozos. “No tenían estudios, nada más les quedaba buscar trabajo en las minas”, explica su tía. Tijerina Amaya tiene tres hijos pequeños, dos niñas y un niño que aparecen en una fotografía de su Facebook posando junto a un monumento a los mineros en el pueblo de Barroterán. En otra de las imágenes sale él, con casco de trabajo, cubierto de carbón de la cabeza a los pies. En la primera instantánea de sus redes sociales, es el crío el que viste el casco, como una profecía autocumplida: otra vida de la familia destinada a buscarse el futuro bajo tierra.

Tijerina Amaya es un tipo familiar. La semana se le iba en la mina, el fin de semana en las labores del hogar. “Aunque no le gustara su trabajo, tenía que ganar para la familia”, señala su tía. Probó suerte en las maquilas, pero un sueldo de 1.500 pesos al mes no alcanza para mantener a tres críos. Tuvo que volver al pozo. “Si no fuéramos humildes, él estaría en otra parte, pero estábamos unidos y pobres”, sentencia la mujer.

“Ningún sueldo es lo suficientemente bueno para arriesgar la vida”

José Luis Mireles Argüijo, 46 años

José Luis Mireles empezó a trabajar en el pozo tan solo dos días antes del derrumbe a cambio de la promesa de un sueldo mejor. “Creció desde los 14 en las minas, nunca se había planteado salir”, explica uno de sus hijos, Ronaldo, de 24 años, antes de volver a las labores de rescate. “Lo de ellos es el carbón. Siempre han estado ahí, es lo que saben hacer”, amplía Diana Flores (30 años), una de las suegras del minero.

Flores se protege del sol bajo una carpa en el campamento en el que aguardan los familiares a los que las autoridades no les permiten entrar en el perímetro de seguridad: primos, tías, suegras, yernos… Mireles Argüijo sabía de los peligros de la mina y ya había tenido otros accidentes antes. Vivió inundaciones, piedras que le machacaron partes del cuerpo, y en una ocasión se quedó atrapado junto a su padre, que sufrió “estallamiento de vísceras, fractura de pelvis, rodilla y costillas”, según La Prensa de Coahuila, y tuvo que jubilarse con una invalidez. “[Trabaja] más que nada por el sueldo, no es mucho, pero tal y como están las cosas… Aunque yo creo que ningún sueldo es lo suficientemente bueno para arriesgar la vida”, sentencia la mujer.

A Mireles Argüijo le llaman el Güicho. Vive en Agujita y le gusta jugar al fútbol. Tuvo tres hijos, ahora de 20, 24 y 29 años, en su primer matrimonio. Se separó hace tiempo y volvió a tener un crío que ahora ha cumplido los tres años. Los tres mayores participan como voluntarios en las labores de rescate. Después del derrumbe, llegaron a la mina a socorrer a su padre mucho antes de que por el lugar aparecieran autoridades, cámaras y policías.

Familiares de José Luis Mireles Argüijo, en las inmediaciones del pozo donde está atrapado el minero.Emilio Espejel

El carbón en la sangre

José Rogelio Moreno Morales, 22 años

José Rogelio Moreno Morales lleva el carbón en la sangre como una herencia incómoda. Comparte con su padre el mismo nombre, el mismo trabajo y el mismo destino: los dos están atrapados bajo tierra desde el miércoles 3 de agosto. Empezó a trabajar en la mina con tan solo 17 años, y ahora, a sus 22, a la edad en la que otros chicos de su generación acaban la universidad, se emparejan o viajan por el mundo, él puede encontrar una muerte prematura en una galería tan negra como el mineral por el que se juega la vida. Es el más joven de todos los mineros atrapados.

En una de sus fotografías se puede apreciar a un joven de rasgos suaves y atractivos, flequillo despeinado y rostro despierto que mira a la cámara con una sonrisa. Aunque en la imagen que más se ha popularizado desde el derrumbe, Moreno Morales aparece completamente tiznado de carbón, con una camiseta de baloncesto tan sucia como él. El único lugar de su cuerpo en el que parece no haber carbón son sus labios.

A los túneles siempre se desciende y se trabaja en pareja, una medida de seguridad tan antigua como el oficio. Los dos José Rogelio, padre e hijo, siempre trabajan juntos, en este pozo y en las galerías en las que les había tocado picar antes. Vidala Morales, madre y esposa, lo sintetiza en una entrevista con NMás: “Ellos compañeros siempre”.

El hombre que grabó la miseria de los pozos

José Rogelio Moreno Leija, 42 años

El sistema de poleas y cuerdas del castillete, apenas cuatro varas de hierro oxidadas, chirría y gruñe como si estuviera a punto de ceder. José Rogelio Moreno Leija se introduce en una cabina precaria en la que solo cabe él y una tabla de madera que trae consigo. Toda la seguridad que lleva es un casco azul, un impermeable amarillo y unas botas de trabajo negras que le llegan hasta las rodillas. Un compañero supervisa la escena y el bote en el que el minero baja al pozo, desciende a trompicones.

Moreno Leija grabó en su teléfono móvil su descenso al pozo, un tiempo antes de que una inundación provocara el derrumbe que le tiene atrapado bajo tierra desde el miércoles 3 de agosto. Junto a él trabajaba también su hijo de 22 años, que comparte su nombre y su suerte, como si en esta región el carbón fuera un componente genético que se hereda con la sangre y se transmite entre generaciones.

El hombre llevaba en la mina desde los 12 años, y cuando su hijo necesitó empleo, le trajo con él. Su otra hija, Yuliana, de 25 años, denunció en una entrevista con la prensa local que no contaban con las medidas de seguridad más básicas: “Se aprovecharon de la necesidad de mi papá, de mi hermano y de los demás carboneros”.

“Señor presidente, le agradezco que haya venido a tomarse una foto con mi dolor”

Ramiro Torres Rodríguez, 24 años

“Señor presidente, le agradezco que haya venido a tomarse una foto con mi dolor, el de mi familia y el dolor de cada uno de los que estamos aquí. Gracias, espero y sus fotografías le sirvan para su política”. Lucía Rodríguez hizo viral el pasado domingo un video en el que increpaba al presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, su corto acto de presencia en la mina. Su hijo, Ramiro Torres, lleva atrapado en el interior del pozo desde el 3 de agosto.

Lucía Rodríguez, la madre del minero Ramiro Torres Rodríguez, en una captura de pantalla del video viral.Juana Moreno (RR. SS.)

Ramiro Torres empezó a trabajar en el pozo del derrumbe hace solo dos semanas. Su familia dice que desde entonces había presencia de agua y gas en las galerías. “El minero siempre va a estar arriesgando su vida. No saben si hoy van a regresar, si mañana van a regresar. Pero es el sustento de la casa”, narró su hermana, Sendy Jazmin, en una entrevista con la prensa local. Torres Rodríguez tiene una hija de nueve años y había vuelto a ser padre hace solo un par semanas, esta vez de un niño.

Su padre y su hermano Aureliano también son mineros. Aureliano trabaja con él en los pozos, pero el día del accidente se quedó en casa para descansar. Los dos participan en las labores de rescate como voluntarios. La familia no ha querido enseñar fotografías de Torres Rodríguez para preservar su intimidad.

 

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